Error 404: Amor no
encontrado
Nunca se conocieron en
persona. No hubo un primer beso, ni una primera cita, ni aniversarios juntos.
No había fotos abrazados, ni noches de película compartiendo el mismo sofá.
Pero estuvieron juntos casi diez años. Él decía que la amaba. Ella también lo
decía. Y lo sentía. Porque sí, se puede amar a alguien que nunca has tocado. Se
puede extrañar a alguien que nunca has tenido. Estas cosas no son exclusivas de
los dramas de Netflix.
Todo comenzó como
empiezan las historias que no deberían durar: con intensidad desbordada y
expectativas infladas, como un globo que tarde o temprano iba a explotar.
Twitter fue el escenario del primer encuentro, ese terreno fértil donde la
gente se enamora de avatares, de frases ingeniosas y de la versión
cuidadosamente editada de alguien más. Un tuit, una respuesta con el equilibrio
perfecto entre sarcasmo y coqueteo, y de pronto una conversación que se
extendió hasta la madrugada. Lo típico.
Sin darse cuenta, ya
formaban parte del día a día del otro. Era una relación sin cuerpo, pero con
alma —o al menos con buena conexión Wifi—. Se despertaban juntos, cada uno con
su teléfono en la mano, compartiendo cafés imaginarios y buenos días escritos
con cariño, como si eso compensara la ausencia de una presencia real. Se
contaban todo: el trabajo, los sueños, las pequeñas victorias diarias y los
golpes bajos que daba la vida.
Bueno, ella se lo
contaba todo. Era un libro abierto, con sus páginas llenas de anécdotas y
emociones sin filtro. Él, en cambio, era un cuaderno con páginas arrancadas,
tachones en las partes importantes y un par de capítulos que jamás quiso
compartir. Porque hay quienes hablan para construir puentes y quienes hablan
solo lo suficiente para mantener a los demás a una distancia segura. Y él era
un experto en eso.
Ella sabía de su música
favorita, de sus opiniones sobre política, cine y literatura, de los recuerdos
de infancia que, en contadas ocasiones, se dignaba a compartir… o quizás
inventar. Podía adivinar qué canción le dedicaría en un mal día o qué poema le
arrancaría una reflexión nostálgica. Pero su realidad diaria era un enigma
cuidadosamente protegido.
Amor en modo
incógnito
Lo más irónico de todo
era que ni siquiera había distancia de por medio. Ambos vivían en la misma
ciudad, hablaban durante horas por teléfono, compartían su día a día con
detalles minuciosos, y, aun así, en todos esos años, jamás hubo una
videollamada, ni un encuentro casual, ni la más mínima intención de verse en
persona. Era evidente que él escondía algo, pero igual de evidente que ella
tenía sus propias razones para permitirlo. ¿Qué era más fuerte: el miedo a
descubrir la verdad o la necesidad de sostener la ilusión? No hubo un solo
intento real de hacer que sucediera. Y ella, en su amor ciego, se negaba a ver
lo evidente: él nunca tuvo intención de verla en persona.
Nunca hablaba de su
familia, de su rutina, de sus planes más allá de vagas promesas a futuro. Si
desaparecía por horas o días, jamás daba explicaciones, y preguntar demasiado
era casi un delito. ¿Tenía una vida secreta o simplemente le gustaba la sensación
de ser esperado sin el menor esfuerzo? Porque si algo era seguro, es que
existía solo cuando quería existir.
Lo más curioso—o más
preocupante—era que ninguno de sus seguidores en común lo conocía
personalmente. No había anécdotas compartidas en el mundo real, ni alguien que
pudiera confirmar si su existencia iba más allá de una pantalla. Tal vez era
solo un fantasma digital bien entrenado en el arte de aparecer y desaparecer a
conveniencia.
Conexión inestable
Pero había otra cara de
la historia. Con el paso de los años, la ansiedad comenzó a apoderarse de ella,
esperando respuestas que tardaban horas, incluso días. Su insomnio, su llanto
desesperado encerrada en el baño, su angustia frente al teclado. La lucha
interna entre el amor que sentía y la realidad que evitaba.
Una madrugada se miró
al espejo, con los ojos hinchados de tanto llorar. Sentada en el piso de su
habitación, abrazando sus rodillas, se preguntó: ¿Cómo llegué aquí? ¿Cómo
permití esto? ¿En qué momento mi vida empezó a girar en torno a alguien que
nunca movió un dedo por mí?
Ella se rompió, no de
un día para otro, sino en pequeñas fracturas que nadie notó. Aquella fue la
primera vez, pero no la última. Con el tiempo, las crisis se hicieron más
intensas. Ya no era solo el llanto silencioso en el baño, sino gritos ahogados
en la almohada, aun cuando vivía sola. Porque ni el vacío de la casa ni la
ausencia de testigos la liberaban del peso de lo que sentía.
Los días buenos eran un
sueño. Mensajes interminables, coqueteo descarado, canciones que eran su propia
banda sonora. Una playlist de emociones compartidas que convertía cada
conversación en un capítulo de su historia. El tipo de conexión que te hace pensar
que no necesitas más, que la presencia física es un lujo innecesario.
Pero luego venían los
días malos. Las ausencias inexplicables, las evasivas cuando ella sacaba el
tema de conocerse en persona, las respuestas frías cuando antes había calor. Y
el ciclo se repetía. Como si de un mal remix se tratara, él se colocaba en modo
avión emocional, dejándola en espera, atrapada en el eco de sus propias
expectativas.
Ante el mundo, ella
tenía pareja. Una que nadie conocía. Su familia y amigos dudaban de su cordura
porque jamás lo presentó. Callaba, no solo para evitar el juicio ajeno, sino
porque admitir que ni siquiera lo conocía en persona habría sido cavar su propia
tumba social. Y eso, para él, ni siquiera era importante. Nunca le preocupó
cómo debía ella justificar esa ridiculez de tener “novio” y estar sola en cada
festividad, en cada viaje, en cada reunión familiar. Nunca pensó en lo absurdo
de su papel: la novia invisible de un hombre que existía, sí, pero solo en su
pantalla. … o tal vez
solo en su imaginación. —¡Qué locura! —.
Celos también hubo,
porque, aunque jamás compartieron un espacio físico, de algún modo retorcido se
pertenecían. Eran la prueba viviente de que no hacía falta tocarse para
intoxicarse lentamente, como un mal algoritmo que te muestra justo lo que no
quieres ver — así, tal cual, en Twitter —.
Ella veía los likes de él en fotos ajenas y sentía cómo la sangre le
hervía como notificación de WhatsApp ignorada. Él, en un acto de hipocresía
casi artística, la acusaba de ser demasiado cercana con otros. Como si la
exclusividad emocional pudiera aplicarse a través de una pantalla, como si las
miradas que nunca se cruzaron fueran suficiente contrato de fidelidad.
Peleas absurdas no
faltaron, con la misma intensidad que las reales, pero con la comodidad de
poder apagar el teléfono cuando la discusión se volvía insoportable. Silencios
prolongados que duraban lo suficiente para que uno de los dos sintiera el vacío
y volviera. Disculpas a medias, esas que no reparaban nada, pero al menos
mantenían el show en marcha. Era casi una relación de verdad… solo que, sin la
parte de verse, tocarse o existir fuera de una pantalla. Pero parecían solo
detalles.
Intento fallido de
chat archivado
Ella intentó dejarlo
muchas veces. Aplicaba bloqueos temporales con la firmeza de quien cree que,
esta vez sí, es la definitiva. Enviaba mensajes de “no puedo más” con la
esperanza ingenua de que eso significara algo. Intentaba cortar ese lazo fuerte
pero invisible que la ataba a él, como quien trata de zafarse de unas arenas
movedizas: cuanto más luchaba, más atrapada quedaba.
Pero él siempre se
quedaba esperando, paciente, seguro, como quien deja la puerta entreabierta
porque sabe que el perro tarde o temprano volverá a casa. No necesitaba
buscarla. Ya sabía que ella regresaría. Bastaba con dejar pasar el tiempo, con
no romper del todo el hilo flojo que los unía, con confiar en que la nostalgia
y el autoengaño harían su trabajo.
Un día cualquiera, ella
se obligó a dejar al espejismo que amaba porque no encajaba en su futuro. No
podía conformarse, después de tantos años, con una vida que no quería. Todo
tiene un quiebre definitivo, y las acciones de él fueron las que lo provocaron.
El verdadero final ya se acercaba.
La última vez que ella
lloró—aunque llamarlo llorar sería exagerado, porque para eso hace falta algo
más que una lágrima solitaria; ya había gastado su banco de lágrimas en él—fue
cuando estuvo cerca de su apartamento, o al menos cerca del lugar donde él
alguna vez le dijo que vivía, lo que ya era otra mentira. Le pidió salir cinco
minutos. No para un gran discurso, ni para una escena de telenovela barata,
solo para mirarlo una única vez sin la mediación de una pantalla y darle un
abrazo. Un cierre digno.
Sin embargo, el muy
cobarde y mentiroso se negó con la excusa de que ella no le había avisado, que
era algo inesperado y lo tomaba por sorpresa, y claro que así era, él no
esperaba que ella se saliera de su control emocional. Ella tenía claro que no
saldría, pero lo hizo para asegurarse de la mentira que vivía. Y así fue: él ni
siquiera tuvo la decencia de salir. Se escondió detrás de la pantalla, donde
siempre había estado, donde todo era más fácil. Porque enfrentar la realidad
nunca estuvo en sus planes.
Ingenua. ¿Cuántos más
desplantes necesitaba para entender que esa relación era una auténtica farsa?
¿Cuántas veces más debía estrellarse contra la misma pared para aceptar que él
solo sabía jugar a medias verdades?
¿Quién diablos
dice amar como él lo hacía, pero no es capaz de salir cinco minutos a ver al
supuesto amor de su vida, que le está pidiendo a gritos su presencia, aunque
sea por un maldito instante? ¿Qué clase de “amor” es ese, que se niega a dar
tan poco cuando tanto se exige? La respuesta es sencilla: un amor de mentiras,
uno que solo existe en palabras, pero jamás en hechos.
Desinstalando el
amor
Hasta que un día ella
se hartó. Diciembre de 2024. Otra Navidad sin flores, sin regalos, sin el más
mínimo gesto. No porque esperara grandes obsequios—tenía claro que podía
comprarse lo que quisiera sin depender de nadie, porque exitosa
profesionalmente ya era y dinero no le faltaba—sino porque, en una época donde
todo funciona en línea, donde puedes mandar un paquete a la otra punta del
mundo con un clic y recibirlo en horas, ni siquiera hubo el esfuerzo mínimo de
un detalle. Ni un café instantáneo enviado por Rappi, ni siquiera una mínima
muestra de intención. Nada.
Lo irónico es que ella
sí era detallista. Siempre pensaba en maneras de sorprenderlo, en qué podía
hacerle ilusión, en los pequeños gestos que le demostraran cuánto lo quería.
Pero él siempre tenía una excusa. No quería recibir nada, le daba pena, decía.
Aunque, claro, lo que en realidad hacía era evitar ser ubicado, probablemente
porque ya tenía una vida de verdad, fuera de la pantalla, y no quería que nada
interfiriera con eso.
Durante el primer y
segundo año de la relación, ella, en su infinita paciencia, optó por comprarle regalos
y guardarlos con la esperanza de dárselos todos en persona algún día. Esperó. Y
esperó. Hasta que un día entendió que ese momento nunca llegaría. Y entonces,
uno a uno, empezó a regalar todos esos detalles. Hasta el ser más noble y bueno
tiene límites.
Y ahí estaba la ironía
más grande de todas: ni contacto físico, ni las facilidades del comercio en
línea. Una relación virtual que ni siquiera supo aprovechar las ventajas de la
virtualidad. Si vas a estar en una relación digital, lo mínimo que puedes esperar
es que te lleguen flores a domicilio, un desayuno sorpresa o, no sé, un
miserable código de Spotify Premium. Pero ni eso. Ni siquiera un pocillo con un
"te extraño" impreso con letra Comic Sans, que al menos le habría
servido como recordatorio tangible de lo poco que recibió... o tal vez para
estrellarlo contra la pared en uno de esos tantos momentos de frustración. Pero
claro, al final, nadie invierte en regalos para la persona equivocada. Esos
detalles nacen cuando estás con la persona adecuada. Y, evidentemente, esa no
era ella.
Y aunque durante años
se repitió que no necesitaba nada, al final entendió que el problema no era el
regalo, sino lo que representaba. Lo que realmente le hacía falta no se medía
en paquetes envueltos con moño, sino en atención, en interés genuino, en la
sensación de ser elegida y valorada. Porque historias de extranjeros que cruzan
el mundo para conocer a la mujer que encontraron en línea hay por montones. Y
si no, que me nieguen la existencia del programa Todo en 90 días. Claro,
allí muchas terminan supuestamente enamoradas y casadas con el amor de su visa,
pero también hay casos en los que, años después, esas parejas siguen juntas,
demostrando que cuando hay voluntad, las distancias se acortan y los
compromisos se cumplen. Ahora bien, si alguien es capaz de cruzar un océano por
amor, ¿qué justificación puede haber para que en una relación virtual dentro de
la misma ciudad no haya siquiera el esfuerzo de un encuentro real?
Así que, sin más
ceremonias, ella decidió ponerle fin a todo. No hubo gritos, ni peleas, ni
dramatismos. Solo cansancio y, también, la certeza de que había dado demasiado
por alguien que nunca entendió lo simple que era hacerla sentir especial. Simplemente
le dejó un mensaje diciéndole que todo terminaba y que, por respeto a ambos,
mantuvieran contacto cero. Pero, como siempre, él la ignoró con una de sus
típicas excusas: “estaba ocupado”. Y claro, como siempre, el “ocupado”
nunca tenía un significado real, solo un disfraz para seguir evitando la
confrontación.
Última conexión: La
verdad revelada
Hastiada de buscar
respuestas, de recibir explicaciones a medias, ella ganó, porque se quedó con
la verdad. No una revelación encontrada al azar, sino la suya, esa que ardía en
su alma, que le dolió aceptar, pero que, al final, la liberó. No la confesión
que tantas veces le suplicó, pidiéndole que se sincerara, que le contara si
tenía novia, esposa, hijos, una vida real. Pero él siempre lo negó, jurándole
que era la única. ¡Cuánta maldad!
Y mientras mentía con
descaro, también callaba otras verdades. Nunca la apoyó en ninguno de sus
procesos. Se llenaba la boca de halagos vacíos, de un orgullo falso que no
lograba ocultar su incomodidad. Escuchaba sus logros con una sonrisa tensa, con
palabras medidas, como si cada éxito suyo fuera un golpe directo a su ego. En
el fondo, sentía celos.
Al final, ella creyó
que lo mejor que podía hacer por él era dejarlo ir. Quizá, con alguien de su
mismo nivel intelectual, emocional y económico, él por fin dejaría de sentirse
menos. Dejaría de cargar con ese complejo de inferioridad que, aunque lo negara,
le provocaban los logros de ella.
Él, como tantos, iba
por la vida sin ver el daño que causaba, sin aceptar que la engañó, que le hizo
perder el tiempo y que la ilusionó sin piedad. Porque cuando alguien no es para
ti, te va a lastimar hasta que lo entiendas, y para él no había nada malo en
ello. Pero la vida, tarde o temprano, pone a cada quien en su sitio.
¿Pero qué necesidad?
¿Para qué mentir así, jugar con los sentimientos de alguien que solo quería
amar de verdad? Nunca lo entenderá, porque para eso se necesita algo que él
jamás tuvo: empatía.
Y si ella fue capaz de
amar con tanta intensidad a un galán de teclado con fotos robadas de algún
desconocido en el extranjero, imaginen lo que será capaz de sentir por alguien
real. La diferencia entre ellos era simple: ella quería amor; él, solo atención
para alimentar su ego de narcisista.
Ella se reconstruye. No
de la pérdida, porque perderlo a él nunca fue realmente una pérdida, sino de
todo lo que permitió, de cada disculpa que aceptó, de cada vez que puso su amor
por encima de su dignidad. Sigue adelante, no para olvidar, sino para recordar
sin dolor, sin rabia, sin la absurda idea de que pudo haber hecho algo
diferente. También deja atrás la ingenuidad de haber creído en sus palabras, la
absurda esperanza de que algún día él cambiaría.
Pero ahora lo sabe: él
seguirá atrapado en su ciclo interminable de silencios, en su mundo de
mentiras, estancado en la comodidad de su propio engaño. Ella, en cambio,
avanza, brilla, vive, siendo feliz a su manera, sin necesidad de aparentar lo
que no es. No en vano sobrevivió a una relación con alguien que la manipulaba
hasta hacerle creer que sus propias reacciones —que solo eran respuestas a lo
que él provocaba— eran su culpa. Pero, sobre todo, se reinicia, como Windows
después de una actualización forzada, con la certeza de que nunca más volverá a
conformarse con migajas disfrazadas de amor.
Y cuando llegue alguien
que realmente valga la pena, su amor será más grande, más fuerte, y esta vez no
tendrá que sacrificarse ni mendigar un lugar en la vida de nadie.
Tal vez él siga por
ahí, enviando mensajes vacíos a otra incauta, usando las mismas frases
recicladas, dedicando las mismas canciones, sin imaginar que esta vez la
historia ya se escribió hasta el final. Aunque, en realidad, ni siquiera hay
que adivinarlo, porque ya lo hizo oficial: publicó que está en otra relación.
Tan predecible como siempre, confirmando que para algunos el olvido no es un
proceso, sino un trámite exprés con una nueva víctima.
Porque mientras él va
por la vida reemplazando, ella entiende que sanar sin reemplazar implica
madurez emocional. Significa enfrentar el duelo sin usar a alguien más como
anestesia. Es un acto de amor propio y respeto por lo que se vivió — por más
absurdo, tóxico o irreal que haya sido, porque para ella sí fue de verdad —. Y
aunque él repita la historia con otro personaje, ella elige cerrar la suya
dándole unfollow emocional y sin remordimientos.
Epílogo: Conexión
perdida, lección aprendida
Las relaciones
virtuales nos seducen con la promesa de un amor sin riesgos, pero en realidad
son un espejo brutal de nuestras propias carencias. Creemos que la distancia
nos protege del dolor, pero solo lo pospone, lo diluye en excusas y silencios
que duelen más que cualquier despedida. Nos aferramos a palabras sin acciones,
a gestos mínimos que interpretamos como señales de un amor que nunca termina de
ser. Nos acostumbramos a justificar la indiferencia, a pensar que exigir
atención es ser demandantes, cuando solo pedimos lo básico: presencia, interés,
atención y reciprocidad.
Este relato refleja el
engaño de un hombre que jugó con los sentimientos de una mujer emocionalmente
frágil. Pero no nos engañemos: esta no es la única versión posible. También
existen hombres que han apostado por un amor digital solo para descubrir que,
al otro lado de la pantalla, nunca hubo verdadera intención, solo interés.
Entre tantas historias de decepción, algunas terminan bien, con el amor virtual
transformado en algo real, con presencia y compromiso.
Pero más allá del
desenlace, la pregunta sigue en el aire: ¿hasta dónde estamos dispuestos a
perder la dignidad por un amor que solo existe en nuestra pantalla? Nos han
enseñado que la paciencia es una virtud en el amor, pero ¿hasta qué punto
esperar se convierte en una forma de autoengaño en una relación virtual? Porque
el tiempo es valioso, igual que nuestras emociones, y debemos aprender a
cuidarlas. No podemos seguir romantizando la espera interminable ni
justificando la ausencia como prueba de amor, sin importar el plano.
Por suerte, esto fue
solo una estafa emocional y no una extorsión que arruinara la reputación de
alguien. Sería exagerado decir que la usó para sacarle dinero, porque no lo
hizo, y, en todo caso, ella no era precisamente fácil de manipular en ese
sentido. Pero entonces, ¿qué fue todo esto? Si no le sacó dinero, no la
extorsionó… ¿solo la usó emocionalmente? ¿Y por qué alguien haría eso? Cualquier
psicólogo diría que es un patrón de manipulación emocional, de esos que no
dejan moretones visibles, pero sí cicatrices que tardan en cerrar. Duele, sí,
pero no define a quien lo sufre.
Al final, elegir a
quién dejamos entrar en nuestra vida y a quién le damos amor no es un juego ni
un acto de fe; es una responsabilidad. Porque la verdadera diferencia entre el
dolor y la lección aprendida está en lo que decidimos hacer con lo que nos pasó.
Las relaciones
virtuales son la versión premium del autoengaño. Nos vendemos la idea de que
podemos amar sin tocar, que las palabras son suficientes, que un mensaje puede
reemplazar una caricia. Y, aunque a veces la ilusión se siente más real que la
realidad misma, al final, siempre llega el momento en que nos damos cuenta de
que estamos abrazando aire. ¿Será que nos gusta sufrir? ¿O es que simplemente
preferimos enamorarnos de una fantasía antes que enfrentar la realidad? Sea
como sea, la única conexión que realmente importa no es la del Wifi, sino la
que tenemos con nosotros mismos. O, en su defecto, la del sentido común, que
casi siempre nos avisa cuando es hora de desconectarnos.
Quienes lean este
relato seguramente habrán visto desde el comienzo todas esas banderas rojas,
sacarán sus propias conclusiones y cuestionarán la situación, o quizás, en
silencio, se identifiquen. Pero cuando estamos enamorados, somos como ese
fragmento de la canción de Shakira: “bruta, ciega, sordomuda, torpe, traste,
testaruda”. Y sí, le pasó a ella — no a Shakira, claramente, sino a
la protagonista de esta historia —.
A una mujer
inteligente, exitosa profesionalmente, que se hizo a pulso sin el dinero de sus
padres, pero que emocionalmente era débil, o tal vez, solo deseaba ser amada
con la misma intensidad con la que ella amaba.
Le puede pasar a
cualquiera. A veces, incluso las más fuertes caemos en esa trampa, porque ser
amada con plenitud y sin reservas es una necesidad que todos tenemos, sin
importar cuán racionales seamos.
Y es que los amores de
teclado, esos que nacen entre pantallas y palabras sin tacto, pueden parecer
tan reales como cualquier otro. Nos venden la ilusión de una conexión genuina,
de un amor que se construye a base de mensajes, promesas vacías y fotos robadas.
Pero al final, lo único que queda es el vacío, esa sensación de que nunca hubo
nada concreto, solo la manipulación de nuestras emociones.
Aprender a distinguir
entre lo real y lo virtual, entre lo auténtico y lo que nos venden como tal, es
una de las lecciones más duras, pero necesarias para cualquier persona que
busque amor en las redes. No todo lo que brilla en una pantalla es oro, y, a veces,
lo que parece amor solo es un espejismo que se deshace en cuanto nos
enfrentamos a la cruda verdad. Los amores de teclado pueden ser adictivos, pero
al final, lo único que nos dejan son preguntas sin respuestas y el vacío de lo
que nunca fue.
Y es que las mujeres
deberíamos entender que cuando un hombre realmente ama, nos facilita la vida,
hace lo imposible por vernos felices y, sobre todo, resuelve. No la complica,
no la destruye. Pero más importante aún, deberíamos comprender que no es nuestro
deber convencer a nadie de nuestro valor ni esperar a que alguien nos escoja.
La verdadera elección siempre ha sido nuestra: elegirnos a nosotras mismas,
entender que el amor no es lucha ni sacrificio y que nunca, bajo ninguna
circunstancia, debemos mendigar lo que por derecho nos corresponde cuando
actuamos bien.
Si debo explicarlo, diría que nos corresponde
recibir respeto, reciprocidad y un trato digno en cualquier relación. No se
trata de exigir amor, porque el amor no se impone, pero sí de esperar
coherencia entre las palabras y los hechos; de que, si damos sinceridad, no
recibamos engaños; de que, si entregamos nuestra mejor versión, no nos quedemos
con migajas ni nos devuelvan rotas al mundo.
Nos corresponde la
tranquilidad de saber que no tenemos que rogar presencia ni explicarle a
alguien por qué sus acciones nos duelen. Nos corresponde la libertad de soltar
aquello que nos lastima, sin culpa ni remordimientos. Nos corresponde un amor
que fluya, no uno que haya que empujar.
En esencia, nos corresponde lo que construimos
con nuestra dignidad intacta: relaciones donde no haya que suplicar ser vistas,
entendidas ni valoradas. Porque absolutamente cualquier persona lo merece, sin
importar su género. Todos tenemos derecho a un amor que nos trate con respeto,
que nos valore y que no nos haga dudar de nuestro propio significado en la vida
del otro.
Porque el amor no se
ruega, se vive. Y todos merecemos uno que nos haga sentir en casa, no en un
campo de batalla eterno.
Ale Acosta
Contadora
de profesión, especialista, magíster en proceso, twittera (en declive) y
escritora de historias como método terapéutico.
Disclaimer: Por más que quisiera que esta
historia fuera ficción, como todas las de mi blog, es real. Una verdad que me
fue revelada a pedazos, contada a lo largo del tiempo. Me tomó meses
escribirla, porque cada fragmento traía consigo emociones intensas y momentos
inconclusos, que pedían un cierre que nunca llegó. No quería dejarla en el
olvido ni permitir que una experiencia tan dolorosa quedara sin ser contada.
Es una historia que merecía ser
compartida, porque nadie debería vivir lo mismo ni caer en las mismas trampas
de la virtualidad. Como bien saben los lectores de mis posts, la brevedad nunca
ha sido una virtud en mis escritos, y este no es la excepción. La narración es
larga, ya que son casi diez años de una relación virtual, con tantos detalles
que, aunque traté de resumirlos, la esencia del relato es más compleja de lo
que parece a simple vista. Este es un relato profundamente personal, contado
desde mi estilo, con el tacto necesario para abordar algo tan íntimo y
sensible, y con la intención de que otras personas puedan evitar caer en los
mismos engaños y no sufran las mismas heridas, aunque tengo claro que nadie
aprende por experiencias ajenas, pero vale la pena poder evitarle el
sufrimiento a quienes tengan a bien recibir la reflexión.
Que interesante, excelente porque a la mayoría nos pasa.
ResponderBorrar¡Totalmente! Las relaciones digitales pueden ser tan reales como confusas. Gracias por leer.
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