De amores virtuales y otros desengaños digitales

 

Error 404: Amor no encontrado

Nunca se conocieron en persona. No hubo un primer beso, ni una primera cita, ni aniversarios juntos. No había fotos abrazados, ni noches de película compartiendo el mismo sofá. Pero estuvieron juntos casi diez años. Él decía que la amaba. Ella también lo decía. Y lo sentía. Porque sí, se puede amar a alguien que nunca has tocado. Se puede extrañar a alguien que nunca has tenido. Estas cosas no son exclusivas de los dramas de Netflix.

Todo comenzó como empiezan las historias que no deberían durar: con intensidad desbordada y expectativas infladas, como un globo que tarde o temprano iba a explotar. Twitter fue el escenario del primer encuentro, ese terreno fértil donde la gente se enamora de avatares, de frases ingeniosas y de la versión cuidadosamente editada de alguien más. Un tuit, una respuesta con el equilibrio perfecto entre sarcasmo y coqueteo, y de pronto una conversación que se extendió hasta la madrugada. Lo típico.

Sin darse cuenta, ya formaban parte del día a día del otro. Era una relación sin cuerpo, pero con alma —o al menos con buena conexión Wifi—. Se despertaban juntos, cada uno con su teléfono en la mano, compartiendo cafés imaginarios y buenos días escritos con cariño, como si eso compensara la ausencia de una presencia real. Se contaban todo: el trabajo, los sueños, las pequeñas victorias diarias y los golpes bajos que daba la vida.

Bueno, ella se lo contaba todo. Era un libro abierto, con sus páginas llenas de anécdotas y emociones sin filtro. Él, en cambio, era un cuaderno con páginas arrancadas, tachones en las partes importantes y un par de capítulos que jamás quiso compartir. Porque hay quienes hablan para construir puentes y quienes hablan solo lo suficiente para mantener a los demás a una distancia segura. Y él era un experto en eso.

Ella sabía de su música favorita, de sus opiniones sobre política, cine y literatura, de los recuerdos de infancia que, en contadas ocasiones, se dignaba a compartir… o quizás inventar. Podía adivinar qué canción le dedicaría en un mal día o qué poema le arrancaría una reflexión nostálgica. Pero su realidad diaria era un enigma cuidadosamente protegido.


Amor en modo incógnito

Lo más irónico de todo era que ni siquiera había distancia de por medio. Ambos vivían en la misma ciudad, hablaban durante horas por teléfono, compartían su día a día con detalles minuciosos, y, aun así, en todos esos años, jamás hubo una videollamada, ni un encuentro casual, ni la más mínima intención de verse en persona. Era evidente que él escondía algo, pero igual de evidente que ella tenía sus propias razones para permitirlo. ¿Qué era más fuerte: el miedo a descubrir la verdad o la necesidad de sostener la ilusión? No hubo un solo intento real de hacer que sucediera. Y ella, en su amor ciego, se negaba a ver lo evidente: él nunca tuvo intención de verla en persona.

Nunca hablaba de su familia, de su rutina, de sus planes más allá de vagas promesas a futuro. Si desaparecía por horas o días, jamás daba explicaciones, y preguntar demasiado era casi un delito. ¿Tenía una vida secreta o simplemente le gustaba la sensación de ser esperado sin el menor esfuerzo? Porque si algo era seguro, es que existía solo cuando quería existir.

Lo más curioso—o más preocupante—era que ninguno de sus seguidores en común lo conocía personalmente. No había anécdotas compartidas en el mundo real, ni alguien que pudiera confirmar si su existencia iba más allá de una pantalla. Tal vez era solo un fantasma digital bien entrenado en el arte de aparecer y desaparecer a conveniencia.


Conexión inestable

Pero había otra cara de la historia. Con el paso de los años, la ansiedad comenzó a apoderarse de ella, esperando respuestas que tardaban horas, incluso días. Su insomnio, su llanto desesperado encerrada en el baño, su angustia frente al teclado. La lucha interna entre el amor que sentía y la realidad que evitaba.

Una madrugada se miró al espejo, con los ojos hinchados de tanto llorar. Sentada en el piso de su habitación, abrazando sus rodillas, se preguntó: ¿Cómo llegué aquí? ¿Cómo permití esto? ¿En qué momento mi vida empezó a girar en torno a alguien que nunca movió un dedo por mí?

Ella se rompió, no de un día para otro, sino en pequeñas fracturas que nadie notó. Aquella fue la primera vez, pero no la última. Con el tiempo, las crisis se hicieron más intensas. Ya no era solo el llanto silencioso en el baño, sino gritos ahogados en la almohada, aun cuando vivía sola. Porque ni el vacío de la casa ni la ausencia de testigos la liberaban del peso de lo que sentía.

Los días buenos eran un sueño. Mensajes interminables, coqueteo descarado, canciones que eran su propia banda sonora. Una playlist de emociones compartidas que convertía cada conversación en un capítulo de su historia. El tipo de conexión que te hace pensar que no necesitas más, que la presencia física es un lujo innecesario.

Pero luego venían los días malos. Las ausencias inexplicables, las evasivas cuando ella sacaba el tema de conocerse en persona, las respuestas frías cuando antes había calor. Y el ciclo se repetía. Como si de un mal remix se tratara, él se colocaba en modo avión emocional, dejándola en espera, atrapada en el eco de sus propias expectativas.

Ante el mundo, ella tenía pareja. Una que nadie conocía. Su familia y amigos dudaban de su cordura porque jamás lo presentó. Callaba, no solo para evitar el juicio ajeno, sino porque admitir que ni siquiera lo conocía en persona habría sido cavar su propia tumba social. Y eso, para él, ni siquiera era importante. Nunca le preocupó cómo debía ella justificar esa ridiculez de tener “novio” y estar sola en cada festividad, en cada viaje, en cada reunión familiar. Nunca pensó en lo absurdo de su papel: la novia invisible de un hombre que existía, sí, pero solo en su pantalla. … o tal vez solo en su imaginación. —¡Qué locura! —.

Celos también hubo, porque, aunque jamás compartieron un espacio físico, de algún modo retorcido se pertenecían. Eran la prueba viviente de que no hacía falta tocarse para intoxicarse lentamente, como un mal algoritmo que te muestra justo lo que no quieres ver — así, tal cual, en Twitter —.   Ella veía los likes de él en fotos ajenas y sentía cómo la sangre le hervía como notificación de WhatsApp ignorada. Él, en un acto de hipocresía casi artística, la acusaba de ser demasiado cercana con otros. Como si la exclusividad emocional pudiera aplicarse a través de una pantalla, como si las miradas que nunca se cruzaron fueran suficiente contrato de fidelidad.

Peleas absurdas no faltaron, con la misma intensidad que las reales, pero con la comodidad de poder apagar el teléfono cuando la discusión se volvía insoportable. Silencios prolongados que duraban lo suficiente para que uno de los dos sintiera el vacío y volviera. Disculpas a medias, esas que no reparaban nada, pero al menos mantenían el show en marcha. Era casi una relación de verdad… solo que, sin la parte de verse, tocarse o existir fuera de una pantalla. Pero parecían solo detalles.


Intento fallido de chat archivado

Ella intentó dejarlo muchas veces. Aplicaba bloqueos temporales con la firmeza de quien cree que, esta vez sí, es la definitiva. Enviaba mensajes de “no puedo más” con la esperanza ingenua de que eso significara algo. Intentaba cortar ese lazo fuerte pero invisible que la ataba a él, como quien trata de zafarse de unas arenas movedizas: cuanto más luchaba, más atrapada quedaba.

Pero él siempre se quedaba esperando, paciente, seguro, como quien deja la puerta entreabierta porque sabe que el perro tarde o temprano volverá a casa. No necesitaba buscarla. Ya sabía que ella regresaría. Bastaba con dejar pasar el tiempo, con no romper del todo el hilo flojo que los unía, con confiar en que la nostalgia y el autoengaño harían su trabajo.

Un día cualquiera, ella se obligó a dejar al espejismo que amaba porque no encajaba en su futuro. No podía conformarse, después de tantos años, con una vida que no quería. Todo tiene un quiebre definitivo, y las acciones de él fueron las que lo provocaron. El verdadero final ya se acercaba.

La última vez que ella lloró—aunque llamarlo llorar sería exagerado, porque para eso hace falta algo más que una lágrima solitaria; ya había gastado su banco de lágrimas en él—fue cuando estuvo cerca de su apartamento, o al menos cerca del lugar donde él alguna vez le dijo que vivía, lo que ya era otra mentira. Le pidió salir cinco minutos. No para un gran discurso, ni para una escena de telenovela barata, solo para mirarlo una única vez sin la mediación de una pantalla y darle un abrazo. Un cierre digno.

Sin embargo, el muy cobarde y mentiroso se negó con la excusa de que ella no le había avisado, que era algo inesperado y lo tomaba por sorpresa, y claro que así era, él no esperaba que ella se saliera de su control emocional. Ella tenía claro que no saldría, pero lo hizo para asegurarse de la mentira que vivía. Y así fue: él ni siquiera tuvo la decencia de salir. Se escondió detrás de la pantalla, donde siempre había estado, donde todo era más fácil. Porque enfrentar la realidad nunca estuvo en sus planes.

Ingenua. ¿Cuántos más desplantes necesitaba para entender que esa relación era una auténtica farsa? ¿Cuántas veces más debía estrellarse contra la misma pared para aceptar que él solo sabía jugar a medias verdades?

 

¿Quién diablos dice amar como él lo hacía, pero no es capaz de salir cinco minutos a ver al supuesto amor de su vida, que le está pidiendo a gritos su presencia, aunque sea por un maldito instante? ¿Qué clase de “amor” es ese, que se niega a dar tan poco cuando tanto se exige? La respuesta es sencilla: un amor de mentiras, uno que solo existe en palabras, pero jamás en hechos.

 

Desinstalando el amor

Hasta que un día ella se hartó. Diciembre de 2024. Otra Navidad sin flores, sin regalos, sin el más mínimo gesto. No porque esperara grandes obsequios—tenía claro que podía comprarse lo que quisiera sin depender de nadie, porque exitosa profesionalmente ya era y dinero no le faltaba—sino porque, en una época donde todo funciona en línea, donde puedes mandar un paquete a la otra punta del mundo con un clic y recibirlo en horas, ni siquiera hubo el esfuerzo mínimo de un detalle. Ni un café instantáneo enviado por Rappi, ni siquiera una mínima muestra de intención. Nada.

Lo irónico es que ella sí era detallista. Siempre pensaba en maneras de sorprenderlo, en qué podía hacerle ilusión, en los pequeños gestos que le demostraran cuánto lo quería. Pero él siempre tenía una excusa. No quería recibir nada, le daba pena, decía. Aunque, claro, lo que en realidad hacía era evitar ser ubicado, probablemente porque ya tenía una vida de verdad, fuera de la pantalla, y no quería que nada interfiriera con eso.

Durante el primer y segundo año de la relación, ella, en su infinita paciencia, optó por comprarle regalos y guardarlos con la esperanza de dárselos todos en persona algún día. Esperó. Y esperó. Hasta que un día entendió que ese momento nunca llegaría. Y entonces, uno a uno, empezó a regalar todos esos detalles. Hasta el ser más noble y bueno tiene límites.

Y ahí estaba la ironía más grande de todas: ni contacto físico, ni las facilidades del comercio en línea. Una relación virtual que ni siquiera supo aprovechar las ventajas de la virtualidad. Si vas a estar en una relación digital, lo mínimo que puedes esperar es que te lleguen flores a domicilio, un desayuno sorpresa o, no sé, un miserable código de Spotify Premium. Pero ni eso. Ni siquiera un pocillo con un "te extraño" impreso con letra Comic Sans, que al menos le habría servido como recordatorio tangible de lo poco que recibió... o tal vez para estrellarlo contra la pared en uno de esos tantos momentos de frustración. Pero claro, al final, nadie invierte en regalos para la persona equivocada. Esos detalles nacen cuando estás con la persona adecuada. Y, evidentemente, esa no era ella.

Y aunque durante años se repitió que no necesitaba nada, al final entendió que el problema no era el regalo, sino lo que representaba. Lo que realmente le hacía falta no se medía en paquetes envueltos con moño, sino en atención, en interés genuino, en la sensación de ser elegida y valorada. Porque historias de extranjeros que cruzan el mundo para conocer a la mujer que encontraron en línea hay por montones. Y si no, que me nieguen la existencia del programa Todo en 90 días. Claro, allí muchas terminan supuestamente enamoradas y casadas con el amor de su visa, pero también hay casos en los que, años después, esas parejas siguen juntas, demostrando que cuando hay voluntad, las distancias se acortan y los compromisos se cumplen. Ahora bien, si alguien es capaz de cruzar un océano por amor, ¿qué justificación puede haber para que en una relación virtual dentro de la misma ciudad no haya siquiera el esfuerzo de un encuentro real?

Así que, sin más ceremonias, ella decidió ponerle fin a todo. No hubo gritos, ni peleas, ni dramatismos. Solo cansancio y, también, la certeza de que había dado demasiado por alguien que nunca entendió lo simple que era hacerla sentir especial. Simplemente le dejó un mensaje diciéndole que todo terminaba y que, por respeto a ambos, mantuvieran contacto cero. Pero, como siempre, él la ignoró con una de sus típicas excusas: “estaba ocupado”. Y claro, como siempre, el “ocupado” nunca tenía un significado real, solo un disfraz para seguir evitando la confrontación.

 

Última conexión: La verdad revelada

Hastiada de buscar respuestas, de recibir explicaciones a medias, ella ganó, porque se quedó con la verdad. No una revelación encontrada al azar, sino la suya, esa que ardía en su alma, que le dolió aceptar, pero que, al final, la liberó. No la confesión que tantas veces le suplicó, pidiéndole que se sincerara, que le contara si tenía novia, esposa, hijos, una vida real. Pero él siempre lo negó, jurándole que era la única. ¡Cuánta maldad!

Y mientras mentía con descaro, también callaba otras verdades. Nunca la apoyó en ninguno de sus procesos. Se llenaba la boca de halagos vacíos, de un orgullo falso que no lograba ocultar su incomodidad. Escuchaba sus logros con una sonrisa tensa, con palabras medidas, como si cada éxito suyo fuera un golpe directo a su ego. En el fondo, sentía celos.

Al final, ella creyó que lo mejor que podía hacer por él era dejarlo ir. Quizá, con alguien de su mismo nivel intelectual, emocional y económico, él por fin dejaría de sentirse menos. Dejaría de cargar con ese complejo de inferioridad que, aunque lo negara, le provocaban los logros de ella.

Él, como tantos, iba por la vida sin ver el daño que causaba, sin aceptar que la engañó, que le hizo perder el tiempo y que la ilusionó sin piedad. Porque cuando alguien no es para ti, te va a lastimar hasta que lo entiendas, y para él no había nada malo en ello. Pero la vida, tarde o temprano, pone a cada quien en su sitio.

¿Pero qué necesidad? ¿Para qué mentir así, jugar con los sentimientos de alguien que solo quería amar de verdad? Nunca lo entenderá, porque para eso se necesita algo que él jamás tuvo: empatía.

Y si ella fue capaz de amar con tanta intensidad a un galán de teclado con fotos robadas de algún desconocido en el extranjero, imaginen lo que será capaz de sentir por alguien real. La diferencia entre ellos era simple: ella quería amor; él, solo atención para alimentar su ego de narcisista.

Ella se reconstruye. No de la pérdida, porque perderlo a él nunca fue realmente una pérdida, sino de todo lo que permitió, de cada disculpa que aceptó, de cada vez que puso su amor por encima de su dignidad. Sigue adelante, no para olvidar, sino para recordar sin dolor, sin rabia, sin la absurda idea de que pudo haber hecho algo diferente. También deja atrás la ingenuidad de haber creído en sus palabras, la absurda esperanza de que algún día él cambiaría.

Pero ahora lo sabe: él seguirá atrapado en su ciclo interminable de silencios, en su mundo de mentiras, estancado en la comodidad de su propio engaño. Ella, en cambio, avanza, brilla, vive, siendo feliz a su manera, sin necesidad de aparentar lo que no es. No en vano sobrevivió a una relación con alguien que la manipulaba hasta hacerle creer que sus propias reacciones —que solo eran respuestas a lo que él provocaba— eran su culpa. Pero, sobre todo, se reinicia, como Windows después de una actualización forzada, con la certeza de que nunca más volverá a conformarse con migajas disfrazadas de amor.

Y cuando llegue alguien que realmente valga la pena, su amor será más grande, más fuerte, y esta vez no tendrá que sacrificarse ni mendigar un lugar en la vida de nadie.

Tal vez él siga por ahí, enviando mensajes vacíos a otra incauta, usando las mismas frases recicladas, dedicando las mismas canciones, sin imaginar que esta vez la historia ya se escribió hasta el final. Aunque, en realidad, ni siquiera hay que adivinarlo, porque ya lo hizo oficial: publicó que está en otra relación. Tan predecible como siempre, confirmando que para algunos el olvido no es un proceso, sino un trámite exprés con una nueva víctima.

Porque mientras él va por la vida reemplazando, ella entiende que sanar sin reemplazar implica madurez emocional. Significa enfrentar el duelo sin usar a alguien más como anestesia. Es un acto de amor propio y respeto por lo que se vivió — por más absurdo, tóxico o irreal que haya sido, porque para ella sí fue de verdad —. Y aunque él repita la historia con otro personaje, ella elige cerrar la suya dándole unfollow emocional y sin remordimientos.

 

Epílogo: Conexión perdida, lección aprendida

Las relaciones virtuales nos seducen con la promesa de un amor sin riesgos, pero en realidad son un espejo brutal de nuestras propias carencias. Creemos que la distancia nos protege del dolor, pero solo lo pospone, lo diluye en excusas y silencios que duelen más que cualquier despedida. Nos aferramos a palabras sin acciones, a gestos mínimos que interpretamos como señales de un amor que nunca termina de ser. Nos acostumbramos a justificar la indiferencia, a pensar que exigir atención es ser demandantes, cuando solo pedimos lo básico: presencia, interés, atención y reciprocidad.

Este relato refleja el engaño de un hombre que jugó con los sentimientos de una mujer emocionalmente frágil. Pero no nos engañemos: esta no es la única versión posible. También existen hombres que han apostado por un amor digital solo para descubrir que, al otro lado de la pantalla, nunca hubo verdadera intención, solo interés. Entre tantas historias de decepción, algunas terminan bien, con el amor virtual transformado en algo real, con presencia y compromiso.

Pero más allá del desenlace, la pregunta sigue en el aire: ¿hasta dónde estamos dispuestos a perder la dignidad por un amor que solo existe en nuestra pantalla? Nos han enseñado que la paciencia es una virtud en el amor, pero ¿hasta qué punto esperar se convierte en una forma de autoengaño en una relación virtual? Porque el tiempo es valioso, igual que nuestras emociones, y debemos aprender a cuidarlas. No podemos seguir romantizando la espera interminable ni justificando la ausencia como prueba de amor, sin importar el plano.

Por suerte, esto fue solo una estafa emocional y no una extorsión que arruinara la reputación de alguien. Sería exagerado decir que la usó para sacarle dinero, porque no lo hizo, y, en todo caso, ella no era precisamente fácil de manipular en ese sentido. Pero entonces, ¿qué fue todo esto? Si no le sacó dinero, no la extorsionó… ¿solo la usó emocionalmente? ¿Y por qué alguien haría eso? Cualquier psicólogo diría que es un patrón de manipulación emocional, de esos que no dejan moretones visibles, pero sí cicatrices que tardan en cerrar. Duele, sí, pero no define a quien lo sufre.

Al final, elegir a quién dejamos entrar en nuestra vida y a quién le damos amor no es un juego ni un acto de fe; es una responsabilidad. Porque la verdadera diferencia entre el dolor y la lección aprendida está en lo que decidimos hacer con lo que nos pasó.

Las relaciones virtuales son la versión premium del autoengaño. Nos vendemos la idea de que podemos amar sin tocar, que las palabras son suficientes, que un mensaje puede reemplazar una caricia. Y, aunque a veces la ilusión se siente más real que la realidad misma, al final, siempre llega el momento en que nos damos cuenta de que estamos abrazando aire. ¿Será que nos gusta sufrir? ¿O es que simplemente preferimos enamorarnos de una fantasía antes que enfrentar la realidad? Sea como sea, la única conexión que realmente importa no es la del Wifi, sino la que tenemos con nosotros mismos. O, en su defecto, la del sentido común, que casi siempre nos avisa cuando es hora de desconectarnos.

Quienes lean este relato seguramente habrán visto desde el comienzo todas esas banderas rojas, sacarán sus propias conclusiones y cuestionarán la situación, o quizás, en silencio, se identifiquen. Pero cuando estamos enamorados, somos como ese fragmento de la canción de Shakira: “bruta, ciega, sordomuda, torpe, traste, testaruda”. Y sí, le pasó a ella — no a Shakira, claramente, sino a la protagonista de esta historia —.

A una mujer inteligente, exitosa profesionalmente, que se hizo a pulso sin el dinero de sus padres, pero que emocionalmente era débil, o tal vez, solo deseaba ser amada con la misma intensidad con la que ella amaba.

Le puede pasar a cualquiera. A veces, incluso las más fuertes caemos en esa trampa, porque ser amada con plenitud y sin reservas es una necesidad que todos tenemos, sin importar cuán racionales seamos.

Y es que los amores de teclado, esos que nacen entre pantallas y palabras sin tacto, pueden parecer tan reales como cualquier otro. Nos venden la ilusión de una conexión genuina, de un amor que se construye a base de mensajes, promesas vacías y fotos robadas. Pero al final, lo único que queda es el vacío, esa sensación de que nunca hubo nada concreto, solo la manipulación de nuestras emociones.

Aprender a distinguir entre lo real y lo virtual, entre lo auténtico y lo que nos venden como tal, es una de las lecciones más duras, pero necesarias para cualquier persona que busque amor en las redes. No todo lo que brilla en una pantalla es oro, y, a veces, lo que parece amor solo es un espejismo que se deshace en cuanto nos enfrentamos a la cruda verdad. Los amores de teclado pueden ser adictivos, pero al final, lo único que nos dejan son preguntas sin respuestas y el vacío de lo que nunca fue.

Y es que las mujeres deberíamos entender que cuando un hombre realmente ama, nos facilita la vida, hace lo imposible por vernos felices y, sobre todo, resuelve. No la complica, no la destruye. Pero más importante aún, deberíamos comprender que no es nuestro deber convencer a nadie de nuestro valor ni esperar a que alguien nos escoja. La verdadera elección siempre ha sido nuestra: elegirnos a nosotras mismas, entender que el amor no es lucha ni sacrificio y que nunca, bajo ninguna circunstancia, debemos mendigar lo que por derecho nos corresponde cuando actuamos bien.

  Si debo explicarlo, diría que nos corresponde recibir respeto, reciprocidad y un trato digno en cualquier relación. No se trata de exigir amor, porque el amor no se impone, pero sí de esperar coherencia entre las palabras y los hechos; de que, si damos sinceridad, no recibamos engaños; de que, si entregamos nuestra mejor versión, no nos quedemos con migajas ni nos devuelvan rotas al mundo.

Nos corresponde la tranquilidad de saber que no tenemos que rogar presencia ni explicarle a alguien por qué sus acciones nos duelen. Nos corresponde la libertad de soltar aquello que nos lastima, sin culpa ni remordimientos. Nos corresponde un amor que fluya, no uno que haya que empujar.

 En esencia, nos corresponde lo que construimos con nuestra dignidad intacta: relaciones donde no haya que suplicar ser vistas, entendidas ni valoradas. Porque absolutamente cualquier persona lo merece, sin importar su género. Todos tenemos derecho a un amor que nos trate con respeto, que nos valore y que no nos haga dudar de nuestro propio significado en la vida del otro.

Porque el amor no se ruega, se vive. Y todos merecemos uno que nos haga sentir en casa, no en un campo de batalla eterno.

Ale Acosta

Contadora de profesión, especialista, magíster en proceso, twittera (en declive) y escritora de historias como método terapéutico.



Disclaimer: Por más que quisiera que esta historia fuera ficción, como todas las de mi blog, es real. Una verdad que me fue revelada a pedazos, contada a lo largo del tiempo. Me tomó meses escribirla, porque cada fragmento traía consigo emociones intensas y momentos inconclusos, que pedían un cierre que nunca llegó. No quería dejarla en el olvido ni permitir que una experiencia tan dolorosa quedara sin ser contada.

Es una historia que merecía ser compartida, porque nadie debería vivir lo mismo ni caer en las mismas trampas de la virtualidad. Como bien saben los lectores de mis posts, la brevedad nunca ha sido una virtud en mis escritos, y este no es la excepción. La narración es larga, ya que son casi diez años de una relación virtual, con tantos detalles que, aunque traté de resumirlos, la esencia del relato es más compleja de lo que parece a simple vista. Este es un relato profundamente personal, contado desde mi estilo, con el tacto necesario para abordar algo tan íntimo y sensible, y con la intención de que otras personas puedan evitar caer en los mismos engaños y no sufran las mismas heridas, aunque tengo claro que nadie aprende por experiencias ajenas, pero vale la pena poder evitarle el sufrimiento a quienes tengan a bien recibir la reflexión.

 

 


Comentarios

  1. Que interesante, excelente porque a la mayoría nos pasa.

    ResponderBorrar
  2. ¡Totalmente! Las relaciones digitales pueden ser tan reales como confusas. Gracias por leer.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario